sábado, 13 de octubre de 2012

Lenguaje y política


No estaba muerto, estaba de parranda


"Se están cargando al lenguaje", se lee en un comentario en un blog sobre política que vi no hace mucho. Parece un comentario extraño si hablamos de política. Al menos, el lingüístico no parece ser el enfoque prioritario de la mayoría de los comentadores públicos de política hoy en día. Es lógico que no lo sea, se trata de comentarios de gente que participa u opina o interviene en asuntos en los que las cosas tienen un papel más relevante que las palabras.

Además, la frase es falsa. Nadie consigue cargarse al lenguaje. Sin embargo, en esa frase, de alguna manera, se condensan algunas de las líneas maestras de la confrontación política de los últimos tiempos en nuestro país. No se estarán cargando al lenguaje, pero sí que lo sacuden. Y las cosas nunca salen indemnes cuando el lenguaje resulta zarandeado. Sobre todo, las obvias, las que están ahí, las que se ven y se tocan. Los ojos y dedos escuchan y nos 'hablan', nos dicen lo básico, las palabras básicas. Pero no nos dicen siempre lo mismo. El historial de lo obvio, el devenir del sentido común de los discursos, dice mucho sobre el desarrollo de la política en una comunidad.

Así que el asunto son las obviedades. Hay que empezar por las obviedades.

Las obviedades


Del lenguaje, de la política, en paralelo. Puro sentido común. La teoría, muy de fondo, despacito, susurrada por si a alguien le gusta escucharla.

Una mera enumeración de obviedades, entonces, para empezar:


1. No conocemos la realidad no mediada por el lenguaje. Tampoco la realidad política: "[...] no hay poder capaz de fundar el orden con la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticas", dice, anclado en la realidad, un esteta francés.

1 bis. El lenguaje no es, de ninguna manera, un inventario de las cosas. No es nomenclatura. Eso implica que el lenguaje tiene su propio orden, cuenta con una cierta autonomía con respecto a las cosas a partir de la cual arma sus formaciones que nos permiten acceder a esas mismas cosas. Pero las cosas están ahí. El lenguaje es en gran medida autónomo pero no es totalmente autónomo. No se puede significar cualquier cosa por medio de cualquier enunciado, aunque casi se pueda. En ese casi está el límite impuesto por las cosas, lo que está ahí, los contextos, las situaciones, lo ya dicho y ya pensado, los que lo dicen y lo piensan, todo aquello que es condición de posibilidad para el sentido de cualquier discurso, incluso el más abstracto que se pueda imaginar. El lenguaje está limitado por las cosas. Hay siempre una empiria que sirve como piedra de toque para la comprensión del más autorreferente de los lenguajes. El lenguaje no puede sino anclar parte de su significado en la empiria, por más a su pesar que eso suceda.

2. El núcleo duro de la política, lo que de verdad se discute, vive en el ámbito de las cosas y no de las palabras.

Sólo para ejemplificar, a Paolo Rocca le molesta el costo del salario en la Argentina medido en dólares y comparado con el costo de salarios de trabajadores que considera "equivalentes" en la región porque los dólares son una unidad de medida del dominio sobre las cosas. A Paolo Rocca, digamos, no le interesa en lo más mínimo de qué manera se construyen las subjetividades que relatan las cosas que a él le importan y se caga soberanamente (nunca mejor usado el adverbio) en el aspecto puramente simbólico del dinero.

O por poner otro ejemplo, los barones territoriales de, digamos, la provincia de Buenos Aires trabajan sobre los cuerpos, aunque apoyen buena parte de su acción en las "fuerzas ficticias" del poeta francés. La política se hace en el trato diario con barones del conurbano y con Paolos Rocca, no con semiólogos del dinero ni de las relaciones de poder abstractas. El núcleo duro de la política es material.

3. En el lenguaje se lucha por la hegemonía. Wittgenstein y Humpty Dumpty, en curioso coro, dicen que el lenguaje es un juego en el que lo que importa es saber quién manda. En el lenguaje se producen, modifican y reproducen las tensiones por fijar los significados. Y nuestro acceso a la empiria depende de quién mande en el lenguaje. No es inocente ni abstracto sentir "que se están cargando al lenguaje". La lucha por la hegemonía en el lenguaje sesga las posibilidades de nuestro acceso a la empiria. Por ejemplo, saber qué tipo de prácticas resultan referidas por el uso de la palabra democracia nos lleva a actuar como defensores (o detractores, en otros casos) en diferentes sentidos. Por ejemplo, que el mercado se categorice y se piense como una entidad y no como un proceso es una de las razones para que se le atribuyan algunas de las características que se le atribuyen. Las entidades "se ponen nerviosas", los proceso no. Paolo Rocca, otra vez para poner un ejemplo, conoce seguramente los procesos que configuran un mercado pero es factible que no deje de pensarlo como un entidad, con sus propias características. La ontología del mercado está fuera del interés de los caudillos del mercado, evidentemente. Pero a esta altura, el lenguaje no ha sido neutral  en la formación de esos caudillos y ya ha jugado su papel, que nunca es inocuo.

3 bis. ¿Es necesario decir que en política se lucha por la hegemonía? ¿Es necesario decir que la hegemonía sobre lo real, tan territorial, incluye algún atisbo de control sobre lo simbólico, sobre lo que nos dicen las palabras? Ningún puntero necesita que un semiólogo se lo cuente. ¿Es necesario decir que cuando tiene el predominio sobre lo simbólico cualquier actor político se cuenta a sí mismo en sus propios términos? No jodamos con lo del "relato".

4. La economía del lenguaje pasa por el hecho de que no es explícito. El lenguaje comunica mucho más de lo que 'dice'. Al código le superpone la implicación, la presuposición y la inferencia. El resultado es que el lenguaje dice mucho de lo que calla. Es la base de su eficacia y la posibilidad de su uso manipulador.

4 bis. La política calla lo que no cuenta. O lo que cuenta en sus propias formas. Una buena forma de entender lo que pasa en la política es entendiendo lo implícito, lo silenciado.

5 y 5 bis. El primer gran punto de cruce de las luchas por la hegemonía en el lenguaje y en la política es la construcción de sustantivos colectivos y su adjetivación. Tan viejo como el discurso. Todo discurso político construye sus propias entidades y las nombra y las adjetiva. Hay nosotros y tenemos nombre: pueblo, gente, vecinos, trabajadores, según corresponda. Hay ellos y también tienen su nombre: los k, los gorilas, la opo, el zurdaje, los peronchos, el monopolio y siguen las firmas. Y después viene la adjetivación. Ellos serán reaccionarios, zurdos, gorilas, autoritarios, crispados, etc., etc. Nosotros seremos resistentes, honestos, humildes, dialogantes, mesurados, firmes, revolucionarios. Tan viejo como la política de las cavernas.
Pero ganar la hegemonía que atraviesa la lengua y la política consiste en el poder de borrar la adjetivación, de hacerla innecesaria. Cuando un adjetivo que se aplica a un colectivo político es redundante, se tiene hegemonía. Cuando no se la tiene, hay quienes la conjuran hablando o escribiendo como si la disfrutaran. Y el recurso puede, a veces, ser efectivo.

Sarmiento, por ejemplo, lo sabía muy bien. Discutiendo con Alberdi en una de las cartas de Las ciento y una, en las que lo llama "mosquito", "enclenque", "afeminado", "adicto", "ladino" etc., resume su calificación del oponente diciendo: "¡Qué Alberdi tan Alberdi!". Es claro. Si lo que busca producir fuera evidente, habría hegemonía, sería innecesaria la adjetivación para esa entidad que cargaría en sí y en su mero nombre propio todas las calificaciones que la visión del otro haya podido imponer. De la adjetivación al mero sustantivo se juega la hegemonía en el lenguaje, y se obtura la posibilidad de toda negociación. Si Alberdi es tan Alberdi, la negociación está clausurada y el espacio de lo político se afina, se reduce, tiende a borrarse. Y cuando no hay negociacion la política se vuelve "pura", mera lucha de intereses, voluntad de poder que se alimenta a sí misma en contra de todo lo que cree que se le opone.

El segundo punto de cruce pasa por el grado de ocultamiento de los vínculos entre la materialidad y el lenguaje, entre lo que se dice y la referencia concreta de lo dicho. Cuando ese vínculo se borra, el discurso queda solo sosteniéndose a sí mismo por la pura voluntad de su enunciación. Si hay receptores capaces de aceptar esta autoridad enunciativa, hay atisbos de hegemonía. El emisor se verá en la tentación de extender el autoritarismo discursivo al campo de otras praxis. Curiosamente, o no, casi nunca son los gobiernos los que buscan el dominio de estos dispositivos.

¿Qué hay de nuevo, viejo?


Las obviedades no dejan de ser lo que son. Enuncian generalidades. El asunto sería: ¿tenemos hoy en el escenario público discursos con vocación de hegemónicos, cuyos sustantivos contrabandean consigo su propia adjetivación, cuyas afirmaciones se desprenden del anclaje de cualquier verificación empírica? Claro. Siempre los hubo. Lo que parece haber cambiado en los últimos tiempos es la proporción y el grado de centralidad que tienen.

En redes sociales y en los comentarios de las versiones digitales de los grandes diarios hace tiempo que aparecen discursos en los que toda argumentación y remisión a lo empírico se reemplaza por el mero uso de vocativos, cargados cada uno de ellos de todos los implícitos que puedan fulminar al contrincante virtual, de la clausura de cualquier pensamiento no agonístico. Hace tiempo que eso pasa en los márgenes de la comunicación política virtual. Lo que resulta relativamente novedoso es que buena parte de ese contenido se ha desplazado a los cuerpos de los artículos y ha proliferado también en las cuentas de redes sociales de los profesionales de la información de los medios tradicionales y de los actores de la política tradicional.

Basta darse una vuelta por las columnas de opinión de los grandes diarios o por los programas de política (¿o de espectáculos?) de los grandes medios audiovisuales para encontrar un discurso que sobreabunda en frases con vocación de hegemonía, en las que ya todo el peso de lo que se afirma ha pasado al lado de lo implícito. El 'otro' es un sujeto para el que ya han sido fijados de una vez y para siempre los predicados, sin que eso quiera decir que esos predicados no puedan variar de la noche a la mañana según la conveniencia de la circunstancia, sin que nadie se moleste en salvar las tensiones, los choques y las contradicciones que esas mutaciones producen. Por sólo poner un solo ejemplo flagrante: en la construcción de la figura presidencial, entre la viuda débil e indefensa a la merced de las fieras del peronismo y de los poderes reales de octubre de 2010, a la tirana déspota a la que "se teme" porque dirige una fuerza de choque de obsecuentes y ciegos fanatizados hay un abismo discursivo que se pretende invisible y obturado. No se hace ningún esfuerzo por disimularlo. En esa desidia, nada inocente, está la relativa novedad.

Relativa porque el proceso ha sido gradual. Es posible rastrear la ruta del habla de los voceros de las corporaciones mediáticas y económicas, a medida que dejaban de lado como a un lastre innecesario en tiempos de política agonística pura todo esfuerzo por vincular discursivamente una afirmación con un referente verificable, por ligar un adjetivo con una característica visible del sujeto adjetivado, por apelar a algo más que no sea la fuerza de la propia enunciación dirigida a los propios. Cada vez más se fue pescando en la pecera, y es posible ver cómo los anzuelos le fueron dejando el lugar a los arpones.

Buscando arpones en la pecera


Para volver al principio, "se están cargando el lenguaje". Porque perdidas las adjetivaciones fundadas, perdidos los anclajes empíricos de lo dicho, se suben todas las apuestas y se juega con un fuego novedoso para estos últimos años.

Si se invisibilizan, porque se da por obvia su aplicación sin necesidad de fundarla en ninguna referencia concreta, adjetivos como tiránico, autoritario, antidemocrático, etc., se hace vacilar, con una intensidad inédita de 1983 para acá, el significado de sustantivos como democracia, dictadura, represión, libertad. Y entonces, estamos en un problema. Y estamos frente a una gran hipocresía. Porque la relación entre estas palabras y la empiria se verifica de manera muy tangible. Se verifica en "la represión de los cuerpos por los cuerpos". Entre cualquiera de los muertos de la historia argentina contemporánea y el muerto potencial declamado por Morales Solá en el Congreso hace algo más de un año hay una distancia que se mide en sangre. Ignorar esto y elevar esta ignorancia al rango del sentido común, banalizar y vaciar de contenido las palabras para nombrar lo trágico es perverso. Porque cuando el decir de la muerte no significa nada, la muerte como hecho físico tiene una parte del camino liberado. La caída del tabú en las palabras suele terminar por derrumbar el recato de los hechos.

Estamos, entonces y de manera peligrosa, en un escenario de discurso político de trinchera. En la política como enfrentamiento puro, despojada del campo discursivo de la negociación. Y en ese panorama, cada palabra aparece como una toma de posición, una afirmación de un estar de un bando, asumiendo, propagando o forzando el sentido común del propio lado de la trinchera.

En este contexto es acuciante –aunque más arduo es pensar que sea útil– hacer un esfuerzo por explicitar lo implícito, por poner en foco el anclaje empírico de los significados. Zambullirse otra vez en el trato con lo obvio, a la búsqueda de lo evidente oculto que pueda resignificar las operaciones particulares de cada discurso. Dicho de otro modo, salir de la trinchera para volver al ágora, desnaturalizar la inutilidad de todo diálogo tratando de mostrar que nunca un discurso tiene un significado definitivo aunque lo pretenda.

Y es importante particularmente para quienes piensan que sería deseable transformar los apectos 'reales' más regresivos del país en que vivimos. Porque los que tienen que hacer un esfuerzo por fundar su discurso para avanzar sobre lo real son aquellos que no tienen la contundencia de las cosas de su lado. Siempre han sido las izquierdas las que han tenido que trabajar con discursos para acceder a la realidad, porque para las derechas el mero orden de las cosas ha servido históricamente de apoyo para todas sus formaciones discursivas.

La idea de este espacio es trabajar en ese sentido, buscando desmontar en diferentes discursos la carga ciega del implícito de trinchera, buscando ajustar un poco el ancla de la realidad frente al devenir del discurso a la deriva.

Se trata de sacar los arpones de la pecera por el mero recurso de mostrar que son, justamente, eso: arpones.