No estaba muerto, estaba de parranda
"Se están cargando al lenguaje", se lee en un comentario en un blog sobre política que vi no hace mucho. Parece un comentario extraño si hablamos de política. Al menos, el lingüístico no parece ser el enfoque prioritario de la mayoría de los comentadores públicos de política hoy en día. Es lógico que no lo sea, se trata de comentarios de gente que participa u opina o interviene en asuntos en los que las cosas tienen un papel más relevante que las palabras.
Además, la frase es falsa. Nadie consigue cargarse al lenguaje. Sin embargo, en esa frase, de alguna manera, se condensan algunas de las líneas maestras de la confrontación política de los últimos tiempos en nuestro país. No se estarán cargando al lenguaje, pero sí que lo sacuden. Y las cosas nunca salen indemnes cuando el lenguaje resulta zarandeado. Sobre todo, las obvias, las que están ahí, las que se ven y se tocan. Los ojos y dedos escuchan y nos 'hablan', nos dicen lo básico, las palabras básicas. Pero no nos dicen siempre lo mismo. El historial de lo obvio, el devenir del sentido común de los discursos, dice mucho sobre el desarrollo de la política en una comunidad.
Así que el asunto son las obviedades. Hay que
empezar por las obviedades.
Las obviedades
Del lenguaje, de la política, en paralelo. Puro
sentido común. La teoría, muy de fondo, despacito, susurrada por si a alguien
le gusta escucharla.
Una mera enumeración de obviedades, entonces,
para empezar:
1. No conocemos la realidad no mediada
por el lenguaje. Tampoco la realidad política: "[...] no hay poder capaz de fundar el orden con la sola represión de los
cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticas", dice, anclado
en la realidad, un esteta francés.
1 bis. El lenguaje no es, de ninguna
manera, un inventario de las cosas. No es nomenclatura. Eso implica que el
lenguaje tiene su propio orden, cuenta con una cierta autonomía con respecto a
las cosas a partir de la cual arma sus formaciones que nos permiten acceder a esas
mismas cosas. Pero las cosas están ahí. El lenguaje es en gran medida autónomo
pero no es totalmente autónomo. No se puede significar cualquier cosa por medio
de cualquier enunciado, aunque casi se pueda. En ese casi está el límite impuesto por las cosas, lo que está ahí, los
contextos, las situaciones, lo ya dicho y ya pensado, los que lo dicen y lo
piensan, todo aquello que es condición de posibilidad para el sentido de
cualquier discurso, incluso el más abstracto que se pueda imaginar. El lenguaje
está limitado por las cosas. Hay siempre una empiria que sirve como piedra de
toque para la comprensión del más autorreferente de los lenguajes. El lenguaje
no puede sino anclar parte de su significado en la empiria, por más a su pesar
que eso suceda.
2. El núcleo duro de la política, lo
que de verdad se discute, vive en el ámbito de las cosas y no de las palabras.
Sólo para ejemplificar, a Paolo Rocca le
molesta el costo del salario en la Argentina medido en dólares y comparado con
el costo de salarios de trabajadores que considera "equivalentes" en
la región porque los dólares son una unidad de medida del dominio sobre las
cosas. A Paolo Rocca, digamos, no le interesa en lo más mínimo de qué manera se
construyen las subjetividades que relatan las cosas que a él le importan y se
caga soberanamente (nunca mejor usado el adverbio) en el aspecto puramente
simbólico del dinero.
O por poner otro ejemplo, los barones
territoriales de, digamos, la provincia de Buenos Aires trabajan sobre los
cuerpos, aunque apoyen buena parte de su acción en las "fuerzas
ficticias" del poeta francés. La política se hace en el trato diario con
barones del conurbano y con Paolos Rocca, no con semiólogos del dinero ni de
las relaciones de poder abstractas. El núcleo duro de la política es material.
3. En el lenguaje se lucha por la
hegemonía. Wittgenstein y Humpty Dumpty, en curioso coro, dicen que el lenguaje
es un juego en el que lo que importa es saber quién manda. En el lenguaje se
producen, modifican y reproducen las tensiones por fijar los significados. Y
nuestro acceso a la empiria depende de quién mande en el lenguaje. No es
inocente ni abstracto sentir "que se están cargando al lenguaje". La
lucha por la hegemonía en el lenguaje sesga las posibilidades de nuestro acceso
a la empiria. Por ejemplo, saber qué tipo de prácticas resultan referidas por
el uso de la palabra democracia nos
lleva a actuar como defensores (o detractores, en otros casos) en diferentes
sentidos. Por ejemplo, que el mercado
se categorice y se piense como una entidad y no como un proceso es una de las
razones para que se le atribuyan algunas de las características que se le
atribuyen. Las entidades "se ponen nerviosas", los proceso no. Paolo
Rocca, otra vez para poner un ejemplo, conoce seguramente los procesos que
configuran un mercado pero es factible que no deje de pensarlo como un entidad,
con sus propias características. La ontología del mercado está fuera del
interés de los caudillos del mercado, evidentemente. Pero a esta altura, el
lenguaje no ha sido neutral en la
formación de esos caudillos y ya ha jugado su papel, que nunca es inocuo.
3 bis. ¿Es necesario decir que en política
se lucha por la hegemonía? ¿Es necesario decir que la hegemonía sobre lo real,
tan territorial, incluye algún atisbo de control sobre lo simbólico, sobre lo
que nos dicen las palabras? Ningún puntero necesita que un semiólogo se lo
cuente. ¿Es necesario decir que cuando tiene el predominio sobre lo simbólico
cualquier actor político se cuenta a sí mismo en sus propios términos? No
jodamos con lo del "relato".
4. La economía del lenguaje pasa por
el hecho de que no es explícito. El lenguaje comunica mucho más de lo que
'dice'. Al código le superpone la implicación, la presuposición y la
inferencia. El resultado es que el lenguaje dice mucho de lo que calla. Es la
base de su eficacia y la posibilidad de su uso manipulador.
4 bis. La política calla lo que no cuenta.
O lo que cuenta en sus propias formas. Una buena forma de entender lo que pasa
en la política es entendiendo lo implícito, lo silenciado.
5 y 5 bis. El primer gran punto de cruce de las
luchas por la hegemonía en el lenguaje y en la política es la construcción de
sustantivos colectivos y su adjetivación. Tan viejo como el discurso. Todo
discurso político construye sus propias entidades y las nombra y las adjetiva.
Hay nosotros y tenemos nombre: pueblo, gente, vecinos, trabajadores, según corresponda. Hay ellos y también tienen su nombre: los k, los gorilas, la opo, el zurdaje, los peronchos,
el monopolio y siguen las firmas. Y
después viene la adjetivación. Ellos serán reaccionarios,
zurdos, gorilas, autoritarios, crispados, etc., etc. Nosotros seremos resistentes, honestos, humildes,
dialogantes, mesurados, firmes, revolucionarios. Tan viejo como la política
de las cavernas.
Pero ganar la hegemonía que atraviesa la lengua
y la política consiste en el poder de borrar la adjetivación, de hacerla
innecesaria. Cuando un adjetivo que se aplica a un colectivo político es
redundante, se tiene hegemonía. Cuando no se la tiene, hay quienes la conjuran hablando
o escribiendo como si la disfrutaran. Y el recurso puede, a veces, ser
efectivo.
Sarmiento, por ejemplo, lo sabía muy bien. Discutiendo
con Alberdi en una de las cartas de Las
ciento y una, en las que lo llama "mosquito", "enclenque", "afeminado", "adicto", "ladino" etc., resume su calificación del oponente diciendo:
"¡Qué Alberdi tan Alberdi!".
Es claro. Si lo que busca producir fuera evidente, habría hegemonía, sería
innecesaria la adjetivación para esa entidad que cargaría en sí y en su mero
nombre propio todas las calificaciones que la visión del otro haya podido
imponer. De la adjetivación al mero sustantivo se juega la hegemonía en el
lenguaje, y se obtura la posibilidad de toda negociación. Si Alberdi es tan
Alberdi, la negociación está clausurada y el espacio de lo político se afina,
se reduce, tiende a borrarse. Y cuando no hay negociacion la política se vuelve
"pura", mera lucha de intereses, voluntad de poder que se alimenta a
sí misma en contra de todo lo que cree que se le opone.
El segundo punto de cruce pasa por el grado de
ocultamiento de los vínculos entre la materialidad y el lenguaje, entre lo que
se dice y la referencia concreta de lo dicho. Cuando ese vínculo se borra, el
discurso queda solo sosteniéndose a sí mismo por la pura voluntad de su
enunciación. Si hay receptores capaces de aceptar esta autoridad enunciativa,
hay atisbos de hegemonía. El emisor se verá en la tentación de extender el
autoritarismo discursivo al campo de otras praxis. Curiosamente, o no, casi
nunca son los gobiernos los que buscan el dominio de estos dispositivos.
¿Qué hay de nuevo, viejo?
Las obviedades no dejan de ser lo que son. Enuncian
generalidades. El asunto sería: ¿tenemos hoy en el escenario público discursos
con vocación de hegemónicos, cuyos sustantivos contrabandean consigo su propia
adjetivación, cuyas afirmaciones se desprenden del anclaje de cualquier
verificación empírica? Claro. Siempre los hubo. Lo que parece haber cambiado en
los últimos tiempos es la proporción y el grado de centralidad que tienen.
En redes sociales y en los comentarios de las
versiones digitales de los grandes diarios hace tiempo que aparecen discursos en
los que toda argumentación y remisión a lo empírico se reemplaza por el mero uso
de vocativos, cargados cada uno de ellos de todos los implícitos que puedan fulminar
al contrincante virtual, de la clausura de cualquier pensamiento no agonístico.
Hace tiempo que eso pasa en los márgenes de la comunicación política virtual.
Lo que resulta relativamente novedoso es que buena parte de ese contenido se ha
desplazado a los cuerpos de los artículos y ha proliferado también en las
cuentas de redes sociales de los profesionales de la información de los medios
tradicionales y de los actores de la política tradicional.
Basta darse una vuelta por las columnas de
opinión de los grandes diarios o por los programas de política (¿o de espectáculos?)
de los grandes medios audiovisuales para encontrar un discurso que sobreabunda
en frases con vocación de hegemonía, en las que ya todo el peso de lo que se
afirma ha pasado al lado de lo implícito. El 'otro' es un sujeto para el que ya
han sido fijados de una vez y para siempre los predicados, sin que eso quiera
decir que esos predicados no puedan variar de la noche a la mañana según la
conveniencia de la circunstancia, sin que nadie se moleste en salvar las
tensiones, los choques y las contradicciones que esas mutaciones producen. Por
sólo poner un solo ejemplo flagrante: en la construcción de la figura
presidencial, entre la viuda débil e indefensa a la merced de las fieras del
peronismo y de los poderes reales de octubre de 2010, a la tirana déspota a la
que "se teme" porque dirige una fuerza de choque de obsecuentes y
ciegos fanatizados hay un abismo discursivo que se pretende invisible y
obturado. No se hace ningún esfuerzo por disimularlo. En esa desidia, nada
inocente, está la relativa novedad.
Relativa porque el proceso ha sido gradual. Es posible
rastrear la ruta del habla de los voceros de las corporaciones mediáticas y
económicas, a medida que dejaban de lado como a un lastre innecesario en
tiempos de política agonística pura todo esfuerzo por vincular discursivamente una
afirmación con un referente verificable, por ligar un adjetivo con una
característica visible del sujeto adjetivado, por apelar a algo más que no sea
la fuerza de la propia enunciación dirigida a los propios. Cada vez más se fue
pescando en la pecera, y es posible ver cómo los anzuelos le fueron dejando el
lugar a los arpones.
Buscando arpones en la pecera
Para volver al principio, "se están
cargando el lenguaje". Porque perdidas las adjetivaciones fundadas,
perdidos los anclajes empíricos de lo dicho, se suben todas las apuestas y se
juega con un fuego novedoso para estos últimos años.
Si se invisibilizan, porque se da por obvia su
aplicación sin necesidad de fundarla en ninguna referencia concreta, adjetivos
como tiránico, autoritario, antidemocrático,
etc., se hace vacilar, con una intensidad inédita de 1983 para acá, el
significado de sustantivos como democracia,
dictadura, represión, libertad. Y entonces,
estamos en un problema. Y estamos frente a una gran hipocresía. Porque la
relación entre estas palabras y la empiria se verifica de manera muy tangible. Se
verifica en "la represión de los cuerpos
por los cuerpos". Entre cualquiera de los muertos de la historia
argentina contemporánea y el muerto potencial declamado por Morales Solá en el
Congreso hace algo más de un año hay una distancia que se mide en sangre. Ignorar
esto y elevar esta ignorancia al rango del sentido común, banalizar y vaciar de
contenido las palabras para nombrar lo trágico es perverso. Porque cuando el
decir de la muerte no significa nada, la muerte como hecho físico tiene una
parte del camino liberado. La caída del tabú en las palabras suele terminar por
derrumbar el recato de los hechos.
Estamos, entonces y de manera peligrosa, en un
escenario de discurso político de trinchera. En la política como enfrentamiento
puro, despojada del campo discursivo de la negociación. Y en ese panorama, cada
palabra aparece como una toma de posición, una afirmación de un estar de un bando,
asumiendo, propagando o forzando el sentido común del propio lado de la
trinchera.
En este contexto es acuciante –aunque más arduo
es pensar que sea útil– hacer un esfuerzo por explicitar lo implícito, por
poner en foco el anclaje empírico de los significados. Zambullirse otra vez en
el trato con lo obvio, a la búsqueda de lo evidente oculto que pueda resignificar
las operaciones particulares de cada discurso. Dicho de otro modo, salir de la
trinchera para volver al ágora, desnaturalizar la inutilidad de todo diálogo
tratando de mostrar que nunca un discurso tiene un significado definitivo
aunque lo pretenda.
Y es importante particularmente para quienes
piensan que sería deseable transformar los apectos 'reales' más regresivos del
país en que vivimos. Porque los que tienen que hacer un esfuerzo por fundar su
discurso para avanzar sobre lo real son aquellos que no tienen la contundencia
de las cosas de su lado. Siempre han sido las izquierdas las que han tenido que
trabajar con discursos para acceder a la realidad, porque para las derechas el
mero orden de las cosas ha servido históricamente de apoyo para todas sus formaciones
discursivas.
La idea de este espacio es trabajar en ese
sentido, buscando desmontar en diferentes discursos la carga ciega del
implícito de trinchera, buscando ajustar un poco el ancla de la realidad frente
al devenir del discurso a la deriva.
Se trata de sacar los arpones de la pecera por
el mero recurso de mostrar que son, justamente, eso: arpones.